sábado, 21 de marzo de 2015

Tolerancia.

Toleremos mientras nos sea permitido. Es loable ser tolerante, forma parte de nuestras normas sociales para poder convivir sin problemas con nuestros semejantes. Pero siempre existen límites, impuestos por la mayoría, que cada individuo debe respetar a menos de que quiera que sus congéneres sean intolerantes con él.
Por ejemplo, la sexualidad: se supone que debe estar en el ámbito privado donde no debe existir más opinión que la propia. Sin embargo, los casos de acoso por tener diferentes preferencias sexuales son conocidos. Generalmente esto sucede dentro del siguiente esquema: los defensores de la libertad de elección y los de la postura única se enfrentan en largas discusiones y terminan sin un acuerdo. A veces, algunos defensores de la libertad de elección son agredidos, aun hasta la muerte. Pocas veces sucede lo contrario. Ante las agresiones y, considerando la ideología de las personas que detentan la autoridad, se investigará y se fijara una postura de las instituciones para evitar futuros actos de violencia.
Ahora pongámonos en los zapatos de quienes detentan la autoridad. Si se trata de un gobernante electo, es muy probable que busque complacer a la mayoría: tratará de mantener la cuota de votos que lo llevo al poder. Como generalmente la población es defensora de la postura única, entonces la autoridad simulará investigar, no llegará a ninguna conclusión y mucho menos a tener al culpable de la agresión.
Es decir, la autoridad será reflejo de la postura de la sociedad. ¿Es esto condenable? Cuando mencionamos “las personas que detentan la autoridad” es frecuente que nos imaginemos a un gobernante respaldado por un cuerpo de policía, que puede ir a los golpes contra un grupo de inconformes y que tiene la obligación de hacer respetar las leyes. En este caso, la única pérdida que lamentar será la mencionada cuota de votos.
Ahora pensemos en un director de escuela que tiene a su cargo a un docente homosexual o, si se prefiere, a un practicante de una religión distinta a la mayoritaria. E imaginemos a dicho director en un salón de clases frente a cuarenta padres de familia que le exigen la destitución del docente. El académico no tiene al cuerpo de policía respaldándolo para hacer entender a los padres de familia que la educación es laica y que no se debe discriminar a nadie, sea alumno o maestro.
En este caso no se trata sólo de la cuota de votos: el director se puede encontrar en el límite de la tolerancia de la sociedad. Si no discrimina al diferente, él será discriminado. En este caso, ¿es condenable ser reflejo de la sociedad? Se puede argumentar que el director cuenta con el respaldo de las autoridades educativas y que el catedrático puede ser transferido a otro plantel con padres de familia más tolerantes. O sea, dejamos a los intolerantes hacer lo que quieran, y les sacamos la vuelta.
Pero, abusando de la imaginación, podemos pensar en que un grupo de nuestros vecinos agreden a otro porque es diferente, sea la diferencia que sea. ¿Saldremos a la defensa del discriminado? Porque en este caso bien podemos cerrar la puerta, encender la televisión y olvidarnos del problema: no somos autoridad y no tenemos la obligación de defender al agredido, tal vez la ética pero no la legal. Es probable que queramos proteger al discriminado, que deseemos vivir en un vecindario tolerante; no es grato enfrentarnos a nuestros vecinos por un problema ajeno. ¿Es esto condenable?
En los tres casos es condenable ser reflejo de la sociedad intolerante, la diferencia es que en el último nadie nos señalará y en los dos primeros, por tratarse de cargos públicos, siempre se nos cuestionará nuestra actuación.
Sin embargo, creo que sería mucho más útil y provechoso no encendamos la televisión y nos enfrentemos a nuestros vecinos. Es valioso ser tolerantes cuando no se nos permite serlo.
Escrito el 26 de Abril de 2014.

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