lunes, 11 de enero de 2016

El arte y la religión.

Pocas veces había pensado en las iglesias como sitios de arte. Era una inconciencia a la luz del día: desde pequeño aprendí que el Vaticano era un museo, una obra maestra de la arquitectura repleta de pinturas y esculturas impresionantes, con interpretaciones diarias de música y oratoria sublimes. Pero, para mí, pensar en apreciar arte pasaba por ir a un museo, teatro o auditorio, no a una iglesia. Hasta hace poco.
Llegando a trabajar a un pueblo pequeño, donde el cine, galería o librería más cercanos se encuentran en otra ciudad, a hora y media por carretera, entonces entendí la importancia del arte en las iglesias. Para una persona que ha vivido en una ciudad donde existen foros especializados en artes, el templo representa una opción más de admiración, pero para personas que no tienen otro lugar para apreciarlo, es arquitectura, música, teatro, pintura, escultura, oratoria, todo en un lugar y a cambio de una cooperación voluntaria.
Estoy de acuerdo en que el miedo a la muerte es necesario para mantener a algunas personas fieles a una religión. Estoy de acuerdo en que la promesa de una mejor vida después de la muerte doblega. Los privilegiados, aquéllos que pueden dejar de pensar en el día a día por tenerlo resuelto, piensan en la vejez y la muerte: pertenecen a los que temen la muerte. Los fanáticos, dispuestos a morir por defender lo propio o atacar lo ajeno, necesitan creer en algo mejor a cambio del sacrificio: dejan la vida a cambio de una promesa. Pero los templos nunca se han llenado de privilegiados y fanáticos: son personas comunes, que ni tienen resueltas las necesidades básicas ni desean terminar su existencia, las que asisten cada semana a las ceremonias. Que la iglesia sea el único lugar donde aprecian arte es algo inmediato, poderoso para ellas. Algo que pone a la religión por encima de cualquier otra forma de pensamiento.
Podemos pensar que el miedo a la muerte sostiene la idea de la existencia de un dios. Pero es un miedo en el que pensamos poco: todos hacemos planes para mañana aunque nadie sabe si va a ver el nuevo sol. Sin embargo, el arte es algo inmediato: basta estar en una galería de pinturas para dejar de pensar en los problemas cotidianos; oír un concierto para transportarse a un lugar más bello. Es por tal razón que considero que la mayoría se riende ante el arte pensando en su dios.
Pero es algo que se puede separar fácilmente cuando se lo propone: no es necesario ser católico para apreciar la belleza de la Capilla Sixtina o ser budista para sentir la tranquilidad del templo de Mahabodhi. Las religiones se han esforzado tanto en hacer bellos sus templos que no es necesario tener fe para valorar su arte; tampoco se puede dejar de lado el interés que despiertan las creencias que inspiraron a los artistas.
Supongo que la relación no existió en un inicio. Pintar o danzar para tener buena cacería fueron rituales que buscaban lo mismo que actualmente orando frente a las estatuas y retablos de las catedrales: se trata de obtener bienestar. Pero ahora tenemos variedad de formas para orar y danzar, en la Edad de Piedra no. Y tenemos más formas de apreciar el arte en las ciudades que en los pueblos, por ello me fue necesario llegar a un pueblo para considerar los templos como galerías de arte.
Escrito el 17 de julio de 2015.

viernes, 1 de enero de 2016

¿Queremos ser ecologistas?

El costo ecológico del transporte y de la comunicación lleva al aislamiento. Es decir, cada vez que nos comunicamos o nos transportamos se utilizan varios litros o kilos de combustibles fósiles que inevitablemente llevan a contaminar el ambiente.
El problema va más allá de las decisiones personales: existen pueblos que buscando ser ecológicos promueven el turismo como motor económico de la comunidad. No sólo evitan la presencia de fábricas o empresas transnacionales en sus territorios: además, promueven el consumo de productos cultivados o manufacturados a pocos kilómetros de sus comercios. Los habitantes de estos pueblos presumen de tener un modo de vida ecológico, pero se olvidan del costo energético relacionado con el transporte de los turistas a su pueblo y de vuelta a sus lugares de origen. Para que el sistema de turismo ecológico sea tal se requiere abordar el problema del transporte y llegar a la conclusión de que es necesario prohibir la llegada de turistas de lugares lejanos: limitar el mercado potencial de turismo a los pueblos cercanos. En otras palabras, promover el aislamiento.
En lo personal, me he transportado veinticinco kilómetros en bicicleta desde una ciudad a uno de estos pueblos ecológicos. Es una friega. Si los pobladores buscaran ser todo lo ecológicos que pretenden, al abordar el problema de contaminación por transporte llegarían a la conclusión de que es necesario aislarse del resto del mundo y sólo comerciar y convivir con los pueblos cercanos.
Se puede argumentar que no se tiene tal aislamiento porque existen los medios de comunicación. De entrada diré que sólo hablar con otra persona sin desplazarse hasta la ciudad donde vive acaba con el turismo: el negocio consiste en que las personas viajen al lugar. Pero, además, la comunicación implica costos energéticos: desde la fabricación de los aparatos necesarios y los pulsos eléctricos que codifican las palabras, todo tiene un costo energético.
Podemos pensar que es mejor un pueblo que promueva el consumo de productos locales que otro donde se consuman productos de lugares lejanos. Finalmente existe un ahorro en el transporte de los productos. También podemos pensar que existen ventajas inmediatas consumiendo productos manufacturados respecto a los producidos en fábricas, de entrada porque las personas no consumen la electricidad de las máquinas y contaminan menos. Sin embargo, todos estos ahorros no llevan a eliminar el consumo de energía.
Es por lo anterior que pienso que los deseos de ser ecologistas son eso: deseos. Nadie pretende serlo porque terminaríamos viviendo como algunos religiosos en retiros voluntarios: aislados del resto del mundo.
Escrito el 5 de julio de 2015.